viernes, 2 de agosto de 2013
Carta de oficial alemán en 1918,denunciando el Genocidio Armenio.
“Sr. Presidente de los Estados Unidos,
“No cierre sus oídos porque un desconocido hable con Usted. En su mensaje de enero 8 del año pasado (1918), dirigido a los Estados Unidos, Usted presentó la exigencia de liberar a todos los pueblos no turcos del Imperio Otomano de su situación oprimida, dentro de los cuales están los armenios. He aquí, es por este pueblo que yo elevo mi voz.
“Siendo yo uno de los pocos europeos que vivió personalmente la tremenda extinción de dicho pueblo, empezando de los campos fértiles de Anatolia hasta el exterminio de los conmovedores sobrevivientes en las soledades del desierto de Mesopotamia, yo me tomo el derecho de exponer delante de Usted las imágenes de su miseria y terror, que durante casi dos años, en forma continua, pasaron por delante de mis ojos, para no abandonarme jamás,
“Esto yo realizo justo en el momento en que los países aliados con Usted, comienzan sus negociaciones de paz en Paris, dividiendo el destino del mundo por décadas. Seguramente estas negociaciones se refieren al futuro de los grandes y famosos países, pero el pueblo armenio es un pueblo pequeño como tantos otros, y es comprensible que la importancia de una masa humana pequeña y extremadamente debilitada, sea dejada fuera de los propósitos egocéntricos perseguidos por los estados europeos; y se repetirá aquella indiferencia y olvido con respecto a Armenia. Un suceso tal será muy lamentable, puesto que, sobre la tierra, a ningún pueblo se le ha hecho tanta injusticia como a los armenios. Esta cuestión pertenece al cristianismo y a toda la humanidad.
“Como pueblo, los armenios no participaron en las operaciones bélicas, y ni siquiera tenían medios para realizar alguna intervención influyente. Ellos eran los sacrificios de esta guerra. Cuando a principios de 1915, el gobierno turco comenzó a realizar su espantoso plan, exterminando de la faz de la tierra a dos millones de armenios; en otro lado, las manos de sus hermanos occidentales de Francia, Inglaterra y Alemania, estaban empapadas por su propia y desgraciada sangre. Ellos, en la dolorosa ceguera de su incomprensión, fueron causa del derramamiento de ríos de sangre. Así, nadie intervino para que los oscurantistas gobernantes de Turquía pusieran fin a sus penosas torturas, cuyas realizaciones, en verdad, se pueden comparar sólo a los actos de un asesino loco.
“Así, los turcos echaron a todo un pueblo; hombres, mujeres, ancianos, niños, madres en estado de gravidez, bebés indefensos, lactantes, hacia los desiertos árabes, persiguiendo solamente una meta, que era diezmarlos mediante el hambre.
“... Antes de la salida de las familias armenias, los turcos mataron a muchos grupos formados por hombres; los ataron unos a otros con cadenas o cuerdas y los lanzaron al río. A veces los despeñaron desde las montañas, vendieron a sus mujeres en los bazares, y en las calles lanzaron a sus ancianos y adolescentes, bajo golpes mortales, al trabajo forzado. No conformes con ensuciar eternamente sus manos con todo esto, ellos comenzaron a perseguir de las ciudades a los armenios políticamente acéfalos, en las demás regiones de Turquía, a cualquier hora de la noche o del día. Muchas veces, los sacaban de sus camas casi desnudos, saqueando sus casas, incendiando sus pueblos, destruyendo sus iglesias, o transformándolas en mezquitas. Ellos arrebataron su ganado y sus carretas, arrebataron el pan de sus manos, la ropa de sobre sus cuerpos, sus alhajas y sus dientes de oro. Los funcionarios turcos, oficiales y soldados, salieron a competir entre sí, en su rabia salvaje, para sacar a la fuerza de las escuelas a las jovencitas armenias huérfanas y violarlas para satisfacer sus instintos feroces. Golpearon con varas a las mujeres que estaban en sus últimos días de embarazo, quienes no podían ir con ellos, hasta que ellas dieron a luz a sus hijos en medio del camino, y murieron. Mientras, el polvo de debajo de ellos se transformó en fango sangriento.
“Así murieron, golpeados por los kurdos, saqueados por los gendarmes, fusilados, ahorcados, envenenados, apuñalados, asfixiados, diezmados por epidemias, ahogados, congelados, muertos de sed y de hambre, putrefactos, siendo comida de chacales. Habían niños que murieron derramando lágrimas amargas, hombres, que fueron destrozados en las rocas; madres, que tiraron a sus niños en aljibes, mujeres encintas que, dándose las manos y cantando, se tiraron al río Eufrates.
“Ellos murieron llevando sobre si todas las muertes del mundo, todas las clases de muertes ocurridas en todos los siglos... En refugios destruidos , ellos se acostaban al lado de montones de cadáveres medio putrefactos, e indiferentes, esperaban a la muerte, porque ¿por cuánto tiempo podrían vivir buscando granos de cebada en los excrementos de los caballos, o comiendo pasto? Todo esto, sin embargo, es sólo una ínfima parte de todo lo que yo he visto personalmente, de lo que he conocido, y viajeros me han contado, o de lo que yo oí de los exiliados.
“Señor Presidente, cuando Usted recorre las listas de salvajismos de estos acontecimientos, que Lord Bryce de Inglaterra y Johannes Lepsius de Alemania recogieron fielmente, verá que yo no exagero; y si me atreviera a suponer que estas imágenes de terror, - que todo el mundo, menos Alemania, ha tenido noticias, pues allí mintieron, - ya están en su poder, entonces, yo ¿con qué derecho presento todo esto delante de Usted una vez mas? Hago esto con el derecho de la humanidad en general y cumpliendo con el deber de una promesa sagrada. Cuando yo estaba en el desierto, me introduje furtivamente en un refugio de exiliados. Cuando me senté bajo sus carpas y sobre sus esteras con los famélicos y moribundos, sus manos implorantes sujetaron a las mías, y su sacerdote que ya había bendecido a cientos de muertos en su descanso final, me suplicó que intercediera por ellos cuando yo volviera a Europa. Pero el país al que volví es un país derrotado. Mi propio pueblo está en necesidad. Las ciudades y las calles están llenas de hambrientos, enfermos y miserables. ¿Cómo puedo yo apelar a este país por ayuda, cuando no creo que pueda salvarse a sí mismo tan rápidamente? Pero la voz de la conciencia no se callará nunca dentro de mí, y por este motivo, confiando en el poder de mis palabras, recurro a Usted. Este escrito es un testamento; este escrito es la lengua de miles de muertos, que habla dentro de mí" (*).
* Armin T. Wegner, «Die Verbrechen der Stunde – Die Verbrechen der Ewigkeit », pág. 66-69. (Publicada en el libro del arzobispo Hakob Kelendjian, « La Iglesia Armenia, Fuente de fe y patrriotismo», Montevideo 2007)