sábado, 21 de enero de 2017

Baltazar Garzon:Turquia se apoya en una memoria construida, fabricada y manipulada


Cuando Lemkin acuñó la palabra genocidio, lo hizo precisamente pensando en las atrocidades cometidas contra armenios bajo el régimen de Talat Pasha, en el que más de un millón de armenios fueron asesinados. A pesar de que en 1920 los tribunales militares celebraron en Constantinopla (hoy Estambul) los juicios que condenaron in absentiaa Talat Pasha —también a Enver Pasha, Cemal Pasha— por la concepción, organización y ejecución de las matanzas masivas contra el pueblo armenio, los tres escaparon de la justicia huyendo al extranjero. Años más tarde Soghomón Tehlirián, un armenio que sobrevivió a la matanza de su familia, asesinaba a Talat Pasha.

Las posteriores atrocidades cometidas durante el régimen nazi contra los judíos pusieron de manifiesto, una vez más, la necesidad de tipificar como delito contra el derecho de gentes (delicta iuris gentium) las conductas que comportan un peligro para la comunidad internacional en las cuales la voluntad del autor pretende, no solamente a lesionar al individuo, sino aniquilar la colectividad a la cual pertenece. Y esto es lo que sucedió en Anatolia, actual territorio del Estado turco.

Hoy, 100 años después del comienzo de la matanza, Turquía sigue negando el genocidio y los familiares de las víctimas sufren un luto incompleto. Y lo que es más grave, no se trata sólo de una postura oficial estatal, sino que está respaldada por la extraordinaria convicción de casi la totalidad de la ciudadanía que afirma que lo que el resto del mundo llama “genocidio” no fue más que una “catástrofe” o un “desastre”, conceptos que intentan eludir la responsabilidad que el Estado turco —como heredero del Imperio Otomano— tuvo como perpetrador, instigador y autor de los crímenes y violaciones que se cometieron contra más de un millón de personas con el fin último de llevar a cabo una limpieza étnica que terminara con las reivindicaciones nacionalistas de esta minoría.

Los familiares de las víctimas, y con ellos toda la humanidad, tienen derecho a ese reconocimiento de la realidad que rodearon los actos comenzados en 1915. Una realidad que refleja lo más oscuro del ser humano y que sólo a través de la memoria y la reparación podrá evitarse de nuevo.


En 1913 se constituyó el Comité de Unión y Progreso (CUP) liderado por Talat Pasha, de ideología nacionalista y cuyo principal lema esgrimía “Anatolia para los turcos”. En 1914, un ejército compuesto por 120.000 rusos y 5.000 armenios entró en el imperio, convirtiendo a los armenios en enemigos de la nación, el chivo expiatorio de los turcos tras el declive y la derrota del imperio.

El 24 de abril de 1915, las fuerzas otomanas decapitaron a la cabeza intelectual de los armenios —235 personas— en un movimiento encaminado a desestructurar a su población mediante la eliminación de sus líderes. Tras estas matanzas, la ley otorgó la legitimación al Gobierno para arrestar y deportar armenios aldea por aldea, informándoles de que se les reubicaría en localidades del interior del país.

La palabra oficial usada por el Gobierno fue “exilio”, pero en la práctica fue “viaje de la muerte”, para la exterminación. A una parte de los armenios se les obligó a caminar a pie —a veces en círculos— bajo un calor asfixiante, en unas condiciones en las que cualquier hombre sano perecería. No se les permitía beber ni descansar. Y si no se les deportaba a pie, se les embarcaba en el ferrocarril de Anatolia o el que une Berlín con Bagdad —obligándoles a comprar sus billetes de tren, una práctica repetida por los nazis durante el Holocausto— y en ellos morían de asfixia. Obviamente, los más débiles —ancianos, niños, mujeres embarazadas— morían y si no podían seguir, se les sacrificaba. A los pocos supervivientes de las eternas marchas les abandonaron en el desierto de Der Zor.

Sólo en 1915 The New York Times publicó 145 artículos recogiendo los acontecimientos, que calificó como un “exterminio racial planeado y organizado por el Gobierno”. Las noticias fueron confirmadas por fuentes consulares, que describieron cómo cientos de cuerpos y huesos se amontonaban en los caminos de Anatolia. En estas 4.000 páginas de declaraciones se puede leer cómo el Éufrates se tiñó de rojo transportando los cuerpos de personas a quienes se les había arrebatado la vida o que, en desesperación, se arrojaron para acabar con una existencia marcada por el horror. Por todas partes había mujeres desnudas y no se sabía si estaban vivas o muertas.

Además de la persecución oficial, una unidad secreta paramilitar de la CUP dirigida por un médico, Behadin Shakir, organizó escuadrones de la muerte que golpeaban a los armenios en su marcha o durante sus escasos descansos. Asimismo, se propagó la idea de que si se mataba a un armenio, se abrirían las puertas del cielo, por lo que los lugareños acabaron participando en las matanzas.

Las violaciones de mujeres fueron un componente esencial del genocidio y estas se cometieron contra niñas y ancianas incluidas. Aurora Mardiganian fue testigo de la muerte de los miembros de su familia, obligados a caminar más de 2.250 kilómetros. Fue secuestrada y vendida en los mercados de esclavos a un harem. Entre todos los horrores relata cómo 16 jóvenes muchachas armenias fueron desnudadas, violadas y empaladas por sus torturadores otomanos al no cumplir con sus deseos.

Casi todos los armenios (11 a 12 millones) han sufrido en sus familias el zarpazo del terror. Y si bien es cierto que el nuevo Estado turco que se constituyó en 1923 se aleja radicalmente del CUP, dedica considerables esfuerzos y dinero a defender que estos crímenes fueron cometidos en un periodo de guerra y no como actos genocidas. Esta política pone en cuestión el avance del Estado turco que se apoya en una memoria en gran medida construida, fabricada y manipulada. Turquía debe reconocer el genocidio en beneficio no sólo de las víctimas, sino de su propia subsistencia y de la de toda la humanidad. La verdad y la reparación tienen un lugar necesario como medida de justicia para el pueblo armenio. Por el contrario, la impunidad y la negación del genocidio armenio avergüenza a quienes la defienden.