El mismo tono para amar y destrozar. Con este epígrafe de la poetisa rusa Marina Tsvetáieva es que comienza Mar Negro de Ana Arzoumanian, un poema en prosa, relato emparentado con la narración del amor y el dolor en Lispector, Duras, en la misma Tsvetáieva, en la que se recogen los fragmentos desparramados de una historia enraizada en la destrucción. El genocidio armenio es el punto de origen desde el que la narradora intenta aprehender su propia identidad fragmentada. Atravesando escenas de guerra, tortura y supervivencia, se insertarán también las imágenes más íntimas de una historia de amor, donde el acto sexual es otra ceremonia de ocupación y vaciamiento.
Los datos duros dicen que un millón y medio de armenios fueron masacrados a manos de los turcos entre 1915 y 1923 y que el Estado turco jamás reconoció el genocidio. El número de asesinados-desaparecidos suena a cifra histórica de archivo hasta que se rescata, entre los números de cadáveres y las fotos de la diáspora, esa historia personal y por lo tanto singular en la que un abuelo ha entregado a sus hijas y a su mujer para poder escapar de los turcos. Así, el hombre llega a Buenos Aires y comienza a sacar fotos en las plazas para poder subsistir.
Buenos Aires, Berlín, Jerusalén, Karabagh. Este es el mapa de Mar Negro, los capítulos en los que se divide el relato. La elección de estos escenarios no es inocente, en cada uno de ellos se ha perpetrado el horror: “¿Cómo se le da forma al horror? –se pregunta Arzoumanian–. Creo que es una cuestión ética: si no lo hacemos, estamos en silencio. Hay un compromiso de atravesar ese silencio y de decir, pero cómo se dice eso, qué forma le doy. Y no es voluntario, cada voz, cada situación impone su forma”. Entonces la forma de este Mar Negro narrado por Ana es así, en minúscula y en tiempo presente, como si no hubiera una división posible entre las cosas y las personas, como si no fuera posible organizar el tiempo entre un antes y un después de tanta muerte.
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