viernes, 3 de febrero de 2017
El diplomático vaticano que intentó parar el genocidio armenio
Aunque sea el estado más pequeño del mundo, la Santa Sede cuenta con una poderosa maquinaria al servicio de la paz, heredera de grandes figuras históricas como la de Angelo Maria Dolci, delegado diplomático en Constantinopla en la época en que tuvo lugar el genocidio armenio. “Fue un diplomático honesto, una persona extraordinaria. Si tuviera que definirlo usaría la cita evangélica en la que Jesús recomienda a sus discípulos ser 'astutos como serpientes y sencillos como palomas”, explica Valentina Karakhanian, investigadora en el Archivo Secreto Vaticano, que ha rastreado los esfuerzos de este diplomático para salvar a los armenios del llamado "Gran Mal".
Karakhanian, es coautora de "La Santa Sede y el extermino de los armenios en el Imperio otomano", y aunque mucho se ha escrito sobre el genocidio armenio, su libro es una de las pocas obras que sacan a la luz, mediante documentos escritos, los esfuerzos del Vaticano –del Papa Benedicto XV–, por detener la carnicería contra los armenios y después asirios, melquitas, maronitas, caldeos… y, en definitiva, cualquier pueblo cristiano que habitara en el Imperio Otomano a partir de 1915.
“La particularidad de nuestro libro es que hablan los documentos”, señala Karakhanian. La propia autora es también una víctima colateral del exterminio. Sus bisabuelos se libraron de una muerte segura porque pudieron huir a tiempo a Georgia junto a otras 29 familias gracias a un sacerdote.
En el país vecino dieron lugar a 17 pueblos de armenios católicos. Valentina nació allí, en la diáspora. “Jamás habría escrito este libro si creyera que solo va a servir para aumentar la biblioteca”, explica. Espera que el volumen pueda mostrar, sobre todo a los armenios, que la Santa Sede se movilizó para detener la tragedia. Quiere además que una figura como la de Dolci no pase desapercibida y pueda ser reconocido como “una persona justa que no escatimó esfuerzos”.
Sacerdotes y religiosas, los informantes
El futuro cardenal Dolci asumió casi como propio el destino de los cristianos de Anatolia. Tres días después de la fecha que se considera el comienzo del genocidio, el 24 de abril, Angelo Maria Dolci escribe su primer informe en el que expresa sus temores de que “la autoridad turca ordene una masacre general de los armenios”.
En dos meses llegaron hasta la Secretaría de Estado Vaticana 20 informes que recogían datos sobre el dramático devenir de los acontecimientos. No obstante, Dolci era meticuloso recopilando y procesando la información, consciente de que la Santa Sede tenía que caminar con pies de plomo en un territorio que era más hostil que favorable a su presencia.
“Ha sido muy interesante ver los despachos de otras embajadas que informan de la versión oficial. Por esto es tan extraordinario el papel de monseñor Dolci, porque él no distorsiona nada. El Vaticano recibe noticias de primera mano porque tenía informantes
en todas las ciudades que eran los sacerdotes y religiosas”, aclara la investigadora.
El diplomático es claro en sus despachos y expone asesinatos masivos y torturas. Habla de madres que incluso venden a sus hijos para salvarlos. A su vez, las cartas que le llegan relatan asesinatos, deportaciones masivas y una violencia que no solo se ceba contra los armenios.
Dolci escribe: “Parece que la persecución del Gobierno contra los cristianos no se limita a los armenios, sino que se extiende a las demás comunidades sin distinguir entre católicos y no católicos”. En Siria, el delegado apostólico coincide: “En muchos lugares del interior, no queda ni un cristiano”.
La propia Custodia de Tierra Santa envía un largo dosier a Dolci sobre las deportaciones al desierto de miles de armenios, sobre todo a las inmediaciones de Deir-El-Zor. Allí, recuerda Valentina, el Daesh destruyó las iglesias y los osarios que contenían los restos de estos cristianos asesinados durante el genocidio. 100 años después, el exterminio se repite sin cambiar de víctimas.
“Dolci no hacía esto porque se lo pidiera el Vaticano sino porque, en primer lugar, era un buen religioso y un buen hombre”, explica la autora. Por su mediación, Benedicto XV escribió hasta tres cartas al sultán que el diplomático se empeñó en llevarle en persona.
El 15 de enero de 1916, el Papa obtiene la respuesta: “Las noticias que han llegado a la Santa Sede sobre la suerte de los armenios de nuestro país no se ajustan a la realidad de los hechos”. Aunque sin reconocer la masacre, cada carta del Papa hacía que el imperio atenuara la persecución. Era en ese impás cuando Dolci aprovechaba para maniobrar.
El delegado apostólico movilizó a la diplomacia vaticana en la intrincada Europa de la I Guerra Mundial. Eugenio Pacelli, entonces nuncio en Múnich, coopera estrechamente con Dolci para prestar ayuda a través de Alemania, Austria y Hungría. A él le escribe un franciscano en 1917 sobre la suerte de 200 familias de Ankara: “Se oponen al cambio de nombre. No quieren saber nada de la apostasía al cristianismo que pide el Gobierno”.
El odio que aplastó la diplomacia
Dolci es como la gota que horada la roca y persiste en la denuncia y el salvamento. Jugó como nadie en el tablero de la diplomacia. Así ganó una importante mano al salvar a 60 cristianos de Alepo de una condena a muerte acusados de robar unos dátiles. Dolci escribe al ministro de la guerra turco haciéndole notar que esa ejecución daría muy mala prensa al imperio. Si bien asegura a sus interlocutores que la condena es justa, también les recuerda que una amnistía mostraría la magnanimidad del imperio y agradaría al Papa. Semanas después el diplomático escribe a Benedicto XV con el anuncio del perdón a los 60 de Alepo.
Incluso Dolci –inspirado en el episodio en el monte Musa Dagh cuando un barco francés evacuó a miles de armenios atrincherados contra los turcos–, quiso enviar barcos a Siria y Líbano con bandera vaticana para socorrer a los cristianos. Una idea que parece que bloqueó Inglaterra. Pero el genocidio era imparable y el odio aplastó cualquier negociado diplomático.
Benedicto XV solicitó en el reparto territorial de París que, al menos, se considerase una Armenia independiente fuera de la URSS o de la influencia turca, una intercesión que incluso agradeció al Pontífice la propia Iglesia apostólica armenia. Benedicto XV también se lo pidió al presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, en calidad de “presidente de la mayor democracia del mundo”.
La Armenia libre duró poco. En 1920 fue subsumida a la URSS. La carta de Benedicto XV al mandatario estadounidense terminaba con el llamamiento a una paz justa. El Papa que advirtió de la “masacre inútil” en los albores de la I Guerra Mundial acertó por desgracia en su advertencia: “La paz no podrá durar si se imponen condiciones que dejarán profundas raíces de rencor y proyectos de venganza. Las historias del pasado son las dueñas del futuro”. Un futuro que llegó en forma de guerra mundial pocos años después acompañada por otro gran genocidio.
El Papa de la paz murió en 1922. El cardenal Dolci en 1939. Eugenio Pacelli fue proclamado Papa ese mismo año con el nombre de Pío XII. Los esfuerzos diplomáticos de los tres salvaron a muchos, quizá nunca se contabilizaron, quizá nadie buscó sus nombres, pero como dice Valentina Karakhanian, “la grandeza de un diplomático es que no le podrás atribuir algo concreto pero es indudable que sin su intervención nada hubiera sido posible”.