lunes, 31 de diciembre de 2012

A PESAR DEL ESPIRITU MALIGNO DE IBLIS, - escrito por el arzobispo Hakob Kelendjian

De acuerdo con la leyenda, cuando el Patriarca Noé, junto a su familia, sale del arca posada en la cumbre del Ararat, se afinca en un lugar, que más tarde se llamaría Najicheván, nombre que define esa primera morada elegida por él. (Najicheván en el idioma armenio quiere decir la pri­mera morada).

El patriarca viendo que el terreno de la región era fértil para el cultivo de la vid, decide ocupar su tiempo en la viti­cultura. Sin embargo, el brote de los primeros vástagos de la vid, engalanando ésta con hojas verdes, llena de profunda envidia el corazón de Iblis, espíritu maligno, quien con su aliento venenoso seca la hermosa planta .

El bondadoso y justo patriarca, a pesar de sentirse dolido ante la brutalidad cometida, no permite que el malvado dis­frute su victoria. El, junto a los miembros de su familia, por turno, vigilan la quinta cultivada, para que Iblis no se atreva a volver jamás. Como consecuencia, las raíces de la vid seca­da vuelven a brotar, crecer y multiplicarse.

La tribu de Haik, hijo de Torgom, del linaje de Noé, decide hacerse cargo de cultivar, prosperar y mantener flo­reciente las tierras de Najicheván y sus aledaños, que con­forman el territorio de la patria armenia, y los habitantes de esas regiones comienzan a llamarse Hai (=armenio), mien­tras que los otros hijos de Noé junto a sus familias, se dis­persan por el resto del mundo.

Además de labrar la tierra, los armenios crean como alimento espiritual de sus futuras generaciones el alfabeto, literatura, música, escultura, una arquitectura extraordinaria. A través de esta cultura se comunican con el mundo y atraen el alma de aquellos, que anehlan lo bueno, lo bello, lo su­blime

No obstante, el alma envidiosa de Iblis, cada vez se torna más malévola y esta vez transformada en turcos y tártaros viene a destruir aquello que los armenios habían construido con su talento y con el sudor de su frente. Estos nuevos emisarios de Iblis llevan a cabo masacres, apropiación de ri­quezas culturales y devastaciones cruentas. A pesar de todo, el pueblo armenio edificador y amante de la paz, continúa creando y defendiendo el sagrado suelo patrio con la sangre santa de sus valientes hijos.

Durante siglos, Najicheván, ha sido una parte inseparable de Armenia, territorio marcado con el estilo y espíritu arme­nio. Pero en las últimas décadas, en los albores de la Unión Soviética, en forma completamente injusta y mediante las artimañas de los modernos colaboradores de Iblis, se lo arrebató a Armenia y se lo entregó a los así llamados tártaros del Cáucaso inmigrados de Asia Central, denominándolo “República autónoma de Najicheván”, dentro de la confor­mación de Azerbeijan. Tanto el nombre Najicheván, como el status de "república autónoma" prueban que ese territorio jamás perteneció a los azerbeijanos, que son los mismos tártaros del Cáucaso.

La República Soviética de Azerbeijan ora clandestina­mente, ora en forma evidente realizó todo tipo de esfuerzos para exiliar a los armenios fuera de Najicheván. Subsiguien­temente, comienzó a destruir los templos, los memoriales, los Jachqares (cruces talladas en piedra), que el pueblo armenio construyó a través de muchos siglos, para que en esas tier­ras no queden vestigios de ellos. Prueba reciente del van­dalismo azerbeijano es la profanación del cementerio arme­nio de Hin Chughá (Djulfa Antigua) en Najicheván y la total aniquilación de sus miles de Jachqares, hecho acaecido en Diciembre del 2005, a semejanza de lo actuado en Afga­nistán de mano de los talibanes, que hace unos años hicie­ron añicos los antiguos monumentos budistas que había en su territorio.

Tal acontecimiento es lamentable e indignante. Tales ac­ciones están dirigidas contra la herencia espiritual de toda la humanidad. Pero lo más doloroso es que ningún tribunal in­ternacionalmente reconocido pudo detener semejante bar­barie cometida e impulsada a nivel estatal.

La prensa armenia a menudo hizo mención a las cues­tiones inherentes al cementerio armenio de Hin Chugha (Djulfa Antigua), pero en ningún momento recordó el hecho de que en los años del gobierno soviético, merced al esfuer­zo y osadía de un obispo, miembro de la congregación de la Santa Sede de Etchmiadzín, se salvaron de la aniquilación algunos de los bellamente esculpidos jachqares que mencio­náramos. Me refiero al obispo Vahán Terián, un familiar cer­cano mío, primo hermano de mi madre.

Fue gracias a este obispo Vahán, que también se salvó de la destrucción de parte de los comunistas de Georgia la iglesia armenia de Batumi. Hace poco, cuando se reabrieron las puertas de esta iglesia, el padre Abgar, oriundo de Ba­tumi y el presidente del consejo de la parroquia, me invitaron especialmente, como representante del ya fallecido obispo, para estar presente en la ceremonia de reapertura.

Como ya he recordado en el artículo que escribí sobre el catholicós Vazkén I, aquel Evangelio valioso, que es conside­rado como el manuscrito armenio más antiguo y ahora se con­serva en el Matenadarán (biblioteca de manuscritos) de Ereván bajo el nombre de “Evangelio de la Madre del Patriarca”, y sobre el cual juran actualmente los presidentes electos de Armenia independiente, ha sido rescatado y fue entregado al Catholicós por el mismo obispo Vahán. Recuer­do ese día, era el invierno de 1974. El Catholicós con su pe­culiar alegría y encantado miraba aquel tesoro, luego diri­giéndose a los presentes dijo: “con la entrega de este Evan­gelio, el obispo Vahán ha borrado todos sus pecados...”.

Era en la década del sesenta; monseñor Vahán adopta una actitud valiente; gracias a su naturaleza hábil, así como al buen dominio de los idiomas turco y ruso, con su con­ductor en un camión de carga va hasta Hin Chughá. Se sienta a comer con los centinelas rusos de la frontera y los invita a beber coñac armenio. Luego reúne a los dirigentes de los campesinos azerbeijanos de la región y promete algo a cada uno de ellos: a uno un reloj, al otro vestimenta, a otro zapatos, etc. El chofer confecciona la lista con nombre y apellido de los campesinos y los obsequios prometidos.

El obispo le pide sólo una cosa a ellos: que coloquen en el camión de carga algunos de los jachqar que ha se­leccionado del cementerio de enfrente. Los
campesinos con gusto cumplen su deseo. Cubren los jachqar con pasto y paja y los llevan a Etchmiadzín

La tarea de eliminar las huellas históricas del pueblo ar­menio de sus territorios ancestrales usurpados por las auto­ridades tártaras de Azerbeijan, ya desde hace tiempo con el más grande cinismo y barbarie la han llevado a cabo los her­manos mayores de éstos, los turcos, en la Armenia Occi­dental y en Cilicia , vaciadas ya de sus nativos armenios.

Hace algunos años, cuando visité el sur de Cilicia, escu­driñaba buscando alguna huella, alguna reliquia del pasado de mis ancestros, quienes habían construido magníficos mo­numentos en esa hermosa parte de la tierra donde habían habitado. Había ruinas de fortalezas y restos de antiguos monumentos, pero no había ni una inscripción, ni un jachqar, ni una iglesia. Todo había sido aniquilado.

Cerca de un cementerio turco se divisaba un desfiladero que conducía hacia el monte de enfrente. En la fría mañana, junto a unos cuantos amigos, por esa cañada, subí la mon­taña. En la parte oscura de la frondosa ladera, había unas cuantas piedras pulidas de níveo color, apiladas irregular­mente, unas sobre otras. Creíamos que las habían apilado allí como lápidas del cementerio que estaba abajo. Pero no era así; esparcidas entre los arbustos cercanos, había mu­chas piedras similares. Entonces, allí, hubo una cierta cons­trucción, que con el correr del tiempo fue destruida.

Nos sorprendimos, cuando sobre una de esas piedras notamos letras armenias “EN LA FECHA DEL CALENDARIO ARMENIO .....” o sea en el año 657 del calendario armenio, que corresponde al año 1208 de nuestra era. La continuación de la palabra debía estar sobre otra piedra, que no estaba en su lugar.

Con respeto besamos esa piedra, sobre la cual los maes­tros armenios habían puesto su sello, un fulgor de su ta­lento. Es obvio que no podíamos llevarla, sin embargo, cada uno de nosotros tomó un trozo de las piedras esparcidas, para guardarla cual reliquia sagrada.

Al evocar todo esto, recuerdo también la historia de aquél adolescente espantado, que había sido testigo del saqueo e incendio del sagrado templo construido por sus antepasados, de parte de los implacables enemigos. Todo estaba siendo pasado por fuego.

El joven busca al jefe espiritaual de la ciudad y suma­mente emocionado le dice:

- Apresúrate, por amor a Dios, haz algo, están destru­yendo todo, las hordas enemigas no contemplan siquiera nuestro santo templo, el fuego lo consume todo.

El respetable religioso, apacigua al joven diciéndole,

- Si Dios existe, nosotros volveremos a construir templos, y si Dios no existe, entonces, ¿para qué los templos?

También nosotros, los hijos del pueblo armenio, luego de sufrir múltiples destrucciones y masacres, hoy podemos ase­verar sin vacilar, que en tanto Dios ha manifestado su exis­tencia y nuestro pueblo tiene la voluntad de vivir eternamen­te, seguiremos erigiendo nuevos monumentos de arte y de la fe, a pesar de aquellos, que alentados por el espíritu pon­zoñoso y maligno de Iblis intentan siempre destruir lo bueno, lo bello y lo sublime.

(Traducción: Alis Atamian)