domingo, 29 de enero de 2012

Un millón y medio de muertos que no descansan en paz.


El padre de Shanour Varenagh Aznavourian, el señor Misha, había sido cocinero del último zar de Rusia, tenía una hermosa voz de barítono y procedía de la comunidad armenia de Georgia. Se había casado con Knar, una actriz procedente de la antigua ciudad de Esmirna. Se asentaron en Turquía, pero no pudieron vivir tranquilos: hostigados y amenazados, los dos tuvieron que emprender una larga y agónica caminata por el desierto. Solo lograron burlar la muerte gracias a un salvoconducto ruso de Misha, que infundía cierto respeto a los nacionalistas turcos que les acosaban. Temblando de miedo y de incertidumbre, decidieron huir. Llegaron a Salónica (Grecia), luego a Marsella y, finalmente, a París. Misha abrió un pequeño restaurante de comida caucásica en la rue Huchette. Su hijo Shanour dejó la escuela a los 9 años y tuvo que ponerse a vender periódicos, calcetines y salchichones por las calles. A veces, cantaba coplas en los cafés parisinos.
Shanour Varenagh Aznavourian se llama hoy Charles Aznavour, tiene 87 años, ha vendido cien millones de discos, ha actuado en más de 50 películas y posee todas las grandes distinciones francesas. Charles Aznavour, que vive en Ginebra (Suiza), se ha llevado esta semana una alegría inesperada y profunda; una alegría por la que ha porfiado muchos años y con la que ya no contaba. El Senado francés aprobó el pasado lunes una ley que penaliza «el negacionismo» del genocidio armenio. La medida ha provocado un incendio diplomático entre Turquía y Francia. Hay manifestaciones en Estambul, los periódicos turcos insultan a Sarkozy y el primer ministro otomano, Tayyip Erdogan, promete que no volverá a pisar suelo francés. Y todo por algo que sucedió hace cien años. ¿Cómo puede sangrar tanto una herida abierta en 1915? ¿Qué pasó realmente entre Turquía y Armenia?
El periodista José Antonio Gurriarán se lo preguntó en 1980, cuando fue gravemente herido por una bomba colocada en la Gran Vía de Madrid. El atentado fue reivindicado por una organización terrorista armenia y aquella insólita conexión despertó la curiosidad de Gurriarán, que comenzó a investigar sobre el país caucásico, del que apenas sabía nada. Habló con muchos armenios, visitó el lugar, repasó los documentos históricos, vio las fotografías e incluso llegó a entrevistarse con los guerrilleros que casi lo matan. Hoy ha publicado dos libros sobre el asunto ('La Bomba' y 'Armenios. El genocidio olvidado') y defiende la necesidad de una reparación histórica: «Alemania tuvo la dignidad de reconocer el holocausto nazi. Willy Brandt oró ante el monumento a las víctimas de Hitler y el contencioso germano-judío quedó resuelto. Turquía, por el contrario, lleva 96 años negando el genocidio de millón y medio de armenios».
Muerte y silencio
Los armenios vivían en Anatolia, la zona central del Imperio Otomano, pero mantenían muchas peculiaridades propias y antiquísimas, que cultivaban con orgullo: eran cristianos y poseían un idioma e incluso un alfabeto propio. Durante muchos siglos, convivieron más o menos en paz con los turcos, pero en los últimos años habían comenzado a luchar para pedir mayores derechos, con algunos conatos de rebelión. En 1914, cuando empezó la Primera Guerra Mundial, los turcos vieron con recelo cómo en el ejército ruso, que les incordiaba en la frontera, se habían enrolado algunos armenios. Creían tener al enemigo en casa.
Entonces, Mehmet Talaat, Ismail Enver y Ahmed Jamal, ministros y miembros del partido nacionalista de los Jóvenes Turcos, decidieron atacar. El 24 de abril de 1915, dieron la orden de secuestrar a 250 intelectuales armenios que vivían en Constantinopla. Los mandaron a una prisión del interior del país, donde fueron torturados y finalmente ejecutados. Aquel fue el funesto prólogo de las leyes de deportación: las autoridades mandaron sacar a todos los ciudadanos armenios que vivían en la Turquía oriental y conducirlos a pie, sin víveres ni protección, hasta el lejano desierto sirio de Dair Zar.
Aquel fue un viaje sin destino. Los expulsados (hombres, mujeres, ancianos y niños) caminaban, caminaban y caminaban, bajo un sol de fuego, por pedregales y montañas. No les permitían descansar ni apenas beber. Se alimentaban de lo que podían. De vez en cuando, se encontraban con escuadrones de la muerte, que gozaban golpeando y martirizando a los armenios deportados. Violaban a las mujeres y a las niñas. Luego los ahorcaban, los arrojaban al río Éufrates o los fusilaban. En Trebizon, decidieron montar a los armenios en barcas y hundirlos en medio del Mar Negro. Los afortunados que pudieron huir encontraron refugio en Francia o América. Políticos como Edouard Balladur, actrices como Cher, pintores como Arshile Gorky y deportistas como David Nalbaldian, André Agassi o Alain Prost son hijos de la diáspora armenia. Cuando era apenas un adolescente, el pintor Gorky, que acabó suicidándose en Estados Unidos, vio cómo su madre moría en sus brazos. De hambre.
¿Fue aquello un genocidio, planificado y diseñado desde arriba? El historiador británico Arnold Toynbee, en un informe de 1917, definió la masacre como «el exterminio de una nación». Incluso el propio Hitler citaba el caso armenio como un interesante precedente de su «solución final» para los judíos. Sin embargo, los turcos lo niegan rotundamente y hasta persiguen a quienes sostienen lo contrario. El escritor Orhan Pamuk, premio Nobel, debió afrontar un proceso judicial y una multa por decir que el Imperio Otomano había matado a un millón de armenios: «Es un tabú. Nadie se atreve a mencionarlo, así que yo lo digo alto y claro», clamó Pamuk en un periódico suizo. Casi todos sus compatriotas, en cambio, prefieren la versión oficial: «Era una guerra. Muchos armenios murieron, pero también fueron asesinados 600.000 musulmanes», sentencia Yusuf Halacoglu, diputado y expresidente de la Sociedad Turca de Historia. La escuela de Halacoglu discute, entre otras cosas, la autenticidad de un elocuente telegrama remitido por el ministro Talaat al gobernador de Alepo: «El gobierno ha decidido exterminar a todos los armenios habitantes de Turquía (...) Sin miramientos por las mujeres, niños y enfermos (...) Es necesario poner fin a su existencia».
La palabra «genocidio», situada en el centro del debate, es un vocablo bastardo, acuñado en 1943 por Raphael Lemkin, un profesor judío. Lemkin mezcló una raíz griega ('genos': pueblo o raza) con un sufijo latino ('cedere': matar). La ONU asumió el término y lo definió como «cualquier acto cometido con la intención de destruir, en todo o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso». El propio Lemkin consideraba que el exterminio armenio había sido el primer genocidio del siglo XX. Hasta la fecha, según datos del Consejo Nacional Armenio, 26 países lo han reconocido oficialmente. En España, solo Euskadi y Cataluña han dado ese paso. Turquía, miembro de la OTAN y aliado estratégico de Occidente, impone demasiado.
Parece como si, en el fondo, fuera un simple lío de palabras. Sin embargo, para los armenios se trata de una cuestión esencial e irrenunciable. «Aznavour dice que con su pueblo se está cometiendo un doble genocidio -explica Gurriarán-. El primero les arrebató a sus antepasados. El segundo lo niega».

http://www.hoy.es/v/20120129/sociedad/herida-abierta-20120129.html